Alrededor del jardín había un seto de avellanos, y al otro lado del seto se extendían los campos y praderas donde pastaban las ovejas y las vacas. Pero en el centro del jardín crecía un rosal todo lleno de flores, y a su abrigo vivía un caracol que llevaba todo un mundo dentro de su caparazón, pues se llevaba a sí mismo.
-¡Paciencia! -decía el caracol-. Ya llegará mi hora. Haré mucho más que dar rosas o avellanas, muchísimo más que dar leche como las vacas y las ovejas.
-Esperamos mucho de ti -dijo el rosal-. ¿Podría saberse cuándo me enseñarás lo que eres capaz de hacer?
-Me tomo mi tiempo -dijo el caracol-; ustedes siempre están de prisa. No, así no se preparan las sorpresas.
Un año más tarde el caracol se hallaba tomando el sol casi en el mismo sitio que antes, mientras el rosal se afanaba en echar capullos y mantener la lozanía de sus rosas, siempre frescas, siempre nuevas. El caracol sacó medio cuerpo afuera, estiró sus cuernecillos y los encogió de nuevo.
-Nada ha cambiado -dijo-. No se advierte el más insignificante progreso. El rosal sigue con sus rosas, y eso es todo lo que hace.
Pasó el verano y vino el otoño, y el rosal continuó dando capullos y rosas hasta que llegó la nieve. El tiempo se hizo húmedo y hosco. El rosal se inclinó hacia la tierra; el caracol se escondió bajo el suelo.
Luego comenzó una nueva estación, y las rosas salieron al aire y el caracol hizo lo mismo.
-Ahora ya eres un rosal viejo -dijo el caracol-. Pronto tendrás que ir pensando en morirte. Ya has dado al mundo cuanto tenías dentro de ti. Si era o no de mucho valor, es cosa que no he tenido tiempo de pensar con calma. Pero está claro que no has hecho nada por tu desarrollo interno, pues en ese caso tendrías frutos muy distintos que ofrecernos. ¿Qué dices a esto? Pronto no serás más que un palo seco... ¿Te das cuenta de lo que quiero decirte?