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"Arcángeles. Doce historias de revolucionarios herejes del siglo XX" de Paco Ignacio Taibo II

 






7 Lecciones Insólitas de los Revolucionarios que la Historia Olvidó

La historia oficial nos ha acostumbrado a una imagen pulcra del revolucionario: un ser de convicciones inquebrantables, estrategia impecable y moral intachable. Un héroe de mármol, perfecto para estatuas y libros de texto. Pero la revolución, esa aventura visceral y a menudo caótica, rara vez es obra de santos o estrategas infalibles. Es, más bien, un terreno fértil para personajes complejos, contradictorios y profundamente humanos.

En su libro Arcángeles, el historiador Paco Ignacio Taibo II nos invita a descender de los pedestales para conocer a una docena de estos "revolucionarios herejes". Son figuras que, como él mismo escribe, "parecen haberse comido a un ángel y que alimentan sus durezas de esta fibra mágica de la terquedad y la verticalidad". No encajan en moldes ideológicos rígidos y sus historias, a menudo relegadas a las sombras, nos enseñan que la transformación radical del mundo se nutre tanto de la doctrina como de la pasión, el gesto inesperado y una maravillosa terquedad.

A continuación, exploramos siete de las lecciones más sorprendentes y contraintuitivas que nos dejan estos personajes, cuyas vidas demuestran que, a veces, las herramientas más poderosas de la revolución no se encuentran en los manuales, sino en el corazón obstinado de quienes se atreven a incendiar el infierno.

Los Revolucionarios Herejes: 7 Lecciones Inesperadas

1. Un acto de moral puede parecer una locura: El pacifista que se convirtió en magnicida

La historia de Friedrich Adler es una paradoja andante. Hijo predilecto de la socialdemocracia europea, era un intelectual, físico reconocido y pacifista convencido. Su mundo se desmoronó con el estallido de la Primera Guerra Mundial, cuando su propio partido, liderado por su padre, Victor Adler, traicionó décadas de principios internacionalistas al votar a favor de los créditos de guerra. Para Friedrich, la decisión de su padre fue, sin rodeos, "una traición". Atrapado en una maquinaria bélica que no podía detener y silenciado por una censura brutal, sintió que la inercia solo podía romperse con un acto de profundo calado simbólico.

El 21 de octubre de 1916, entró en un hotel de Viena y asesinó a tiros al Conde Stürghk, primer ministro del Imperio Austrohúngaro. No fue un cálculo estratégico; fue la respuesta desesperada a una profunda crisis moral, un grito para romper el silencio. Lo más insólito vendría después. En el juicio, Adler dedicó todas sus energías a luchar contra la defensa que su propio padre y abogados proponían: la "locura temporal". Aceptarla habría salvado su vida, pero le habría arrebatado el sentido político a su acción. Su objetivo no era salvar el cuerpo, sino defender la cordura de su protesta.

Puede ser que sea el deber de mi abogado cuidar mi cuerpo, pero el mío es defender mis convicciones, que son más importantes que el que se cuelgue a un hombre más en Austria durante esta guerra.

La historia de Adler desafía la idea de la revolución como un cálculo frío. Nos enseña que, en ocasiones, el acto más radical no nace de la estrategia, sino de una brújula moral que, ante la traición y el horror, señala un camino que para el resto del mundo puede parecer demencia.

2. El gesto es más poderoso que el discurso: Quitarse las botas para bailar descalzo

Juan R. Escudero, líder del Partido Obrero de Acapulco, entendía que la política se juega tanto en los discursos como en los símbolos. Su lucha era contra el monopolio absoluto de los comerciantes españoles —los "gachupines"— que controlaban cada aspecto de la vida en el puerto, desde el precio del maíz hasta la policía. Una anécdota, rescatada del pozo de la memoria popular, lo ilustra a la perfección.

Una noche, en Acapulco, los dueños del puerto celebraban una fiesta en una gran casona. La música de vals salía por las ventanas, mientras el pueblo observaba desde el jardín, separado por una distancia no escrita de clase y costumbre. Escudero, invitado a la fiesta y vestido con un impecable traje blanco y botas de montar, llegó al jardín. Vio los dos mundos: el de los ricos que bailaban adentro y el de los pobres que miraban afuera. En lugar de entrar, se dio la vuelta, se acercó a una vendedora de pescado, se quitó las botas y, descalzo, bailó con ella en el jardín al son de la misma música.

El gesto fue inolvidable. Como señala Taibo II, "la sabia memoria rescataba lo importante, no importaba que se hubiera perdido el nombre del vals". En un solo acto, Escudero demolió la barrera que separaba a los dos mundos. Ese simple gesto de bailar descalzo con el pueblo fue más elocuente y poderoso que cualquier mitin para demostrar de qué lado estaba. La lección es clara: a veces, el acto simbólico más pequeño puede comunicar una verdad política más profunda y duradera que el más elaborado de los discursos.

Y se quitó las pinches botas para bailar descalzo.

3. La revolución tiene un "estilo", no solo una ideología: La audacia como método

En la convulsa Alemania de posguerra, emergió una figura que demostró que la revolución no solo es una cuestión de programa, sino también de estilo: Max Hölz. Obrero sin formación política, se convirtió en un líder revolucionario impredecible, audaz y escurridizo, un hombre de acción directa al que los comunistas llamaban anarquista y los anarquistas censuraban por bolchevique.

El "estilo Hölz" se basaba en la velocidad, la audacia y un conocimiento profundo del terreno y de su gente. Sus acciones eran legendarias por su teatralidad y efectividad. En una ocasión, se le prohibió asistir a un mitin; Hölz burló la vigilancia apareciendo sorpresivamente en el estrado tras entrar por una ventana, pronunció su discurso y desapareció por la misma ventana antes de que la policía pudiera reaccionar. En otra, lideró un comando de apenas cinco hombres para asaltar la cárcel de Plauen y liberar a sus compañeros presos.

La lección de Hölz es que la rigidez doctrinaria de los partidos a menudo es superada por un método basado en la acción directa, la sorpresa y una conexión genuina con las bases. Su "estilo" era una forma de hacer la revolución que no esperaba órdenes de un comité central, sino que leía el momento, movilizaba la energía popular y golpeaba donde el enemigo menos lo esperaba, demostrando que la audacia puede ser una ideología en sí misma.

4. A veces, la única victoria es la terquedad de no rendirse: La última guerra del último magonero

Librado Rivera es el epítome de la intransigencia revolucionaria. En 1923, tras dieciocho años de exilio y cárcel en Estados Unidos, regresó a México "enfermo, viejo y ya sin dientes". El nuevo gobierno revolucionario, ansioso por cooptar a los viejos luchadores, le ofreció todo: pensiones, cargos de senador, cátedras universitarias. A pesar de vivir en la más absoluta miseria, Rivera las rechazó todas.

Durante los siguientes nueve años, libró una guerra personal y solitaria contra el Estado que él consideraba una traición a los ideales por los que había luchado. Casi sin ayuda, fundó y publicó periódicos de combate como Sagitario y Avante. Sufrió detenciones, confiscaciones de sus humildes imprentas y golpizas brutales, como la que le propinó el general Eulogio Ortiz, quien lo azotó con un cinturón de cuero y disparó un revólver junto a su cabeza para torturarlo. Jamás se detuvo.

No importa, hermano, energías tengo de sobra para seguir en la brega.

La historia de Librado Rivera redefine el concepto de victoria. Su triunfo no consistió en derrocar al sistema, sino en mantenerse insobornablemente fiel a sus principios hasta el último día de su vida. Nos enseña que en la "fibra mágica de la terquedad" reside una forma de victoria. A veces, la única batalla que se puede ganar es la de no rendirse, y esa terquedad, esa persistencia contra toda esperanza, es en sí misma un acto profundamente revolucionario.

5. El arte como barricada: Pintar murales a punta de pistola

Hoy vemos los grandes murales mexicanos como tesoros nacionales, pero su nacimiento no fue un ejercicio académico y pacífico. Fue una verdadera batalla. Cuando Diego Rivera, David Alfaro Siqueiros y el grupo de jóvenes pintores apodados "los dieguitos" comenzaron a plasmar el nuevo arte popular en los muros de la Escuela Nacional Preparatoria en 1922, se encontraron con la hostilidad violenta de los estudiantes conservadores.

Los ataques eran constantes: "papeles mascados, chicle, escupitajos, cayeron sobre los murales". Los estudiantes incluso trepaban a los andamios para pintar sobre las obras en progreso "narices grotescas y cómicos ojos". La situación escaló a tal punto que Siqueiros, un veterano del ejército revolucionario, tuvo que defenderse a balazos de los estudiantes que intentaban lincharlos, el estruendo de su pistola resonando como un "casi arcabuz". Para poder seguir trabajando, los pintores se vieron obligados a levantar barricadas alrededor de sus andamios, convirtiendo su lugar de trabajo en una auténtica trinchera.

Esta tormentosa experiencia demuestra que la creación de un arte revolucionario, que rompe con las convenciones estéticas y políticas de la élite, es en sí misma una lucha. El arte no se crea en una torre de marfil, sino en medio del conflicto social. Para los primeros muralistas, el andamio no era solo una plataforma para pintar; era una barricada desde la cual defendían una nueva visión del mundo a punta de pistola y pincel.

6. La revolución devora a sus hijos (y a veces se suicidan por ello): La protesta final de Adolf Joffe

La lucha revolucionaria no siempre es contra un enemigo externo. A veces, la batalla más dolorosa se libra en el interior del propio movimiento. La trágica historia de Adolf Joffe es el ejemplo más extremo de esta fractura. Joffe era un bolchevique de la vieja guardia, con una larga e impecable trayectoria, que en su momento afirmó: "Siempre he creído que el político debe saber retirarse a su debido tiempo... más vale hacerlo demasiado pronto que demasiado tarde". Sin embargo, por formar parte de la oposición a Stalin, fue marginado y, estando gravemente enfermo, el partido le negó el tratamiento médico en el extranjero como una forma de presión política.

En noviembre de 1927, tras enterarse de la expulsión de León Trotsky del partido, Joffe tomó una decisión final. Su suicidio no fue un acto de desesperación personal, sino su última protesta política. En su carta de despedida, dejó claro que su muerte era un acto de denuncia contra la degeneración burocrática que impedía al partido reaccionar ante la injusticia en sus propias filas.

En este sentido, mi muerte es una protesta contra los que han conducido al partido a tal situación que no puede reaccionar de ningún modo contra el oprobio.

El suicidio de Joffe es una lección sombría, pero su acto final no fue en vano. Su funeral se transformó en la última gran manifestación pública de la Oposición en Moscú. Miles de militantes, desafiando a la dirección del partido, convirtieron el cortejo en una procesión silenciosa y desafiante, demostrando que su postrer gesto de protesta había encontrado eco en los corazones de quienes aún se resistían a la tiranía interna.

7. Los expropiadores también necesitan un plan: El accidentado paso de Durruti por México

Buenaventura Durruti y Francisco Ascaso, legendarios anarquistas españoles conocidos como "Los Errantes", eran famosos por sus "expropiaciones" para financiar la causa revolucionaria. Su paso por México, sin embargo, revela una faceta inesperada y casi cómica de estos temidos hombres de acción.

Al llegar al país para recaudar fondos, organizaron un asalto a la fábrica textil "La Carolina". La operación fue un desastre logístico. En su apuro, se llevaron sacos llenos de morralla (monedas de poco valor), dejando atrás una caja con treinta mil pesos en centenarios de oro. El botín final fue de unos exiguos cuatro mil pesos.

Lo más revelador fue el destino del dinero. En lugar de usarlo para armas o fugas, la casi totalidad del monto fue donada para fundar una escuela racionalista y para publicar el periódico de la central anarcosindicalista CGT. Esta historia humaniza a estas figuras legendarias, mostrándolas en toda su contradicción: temibles expropiadores que resultaron ser poco eficientes en el robo, cuyo objetivo final no era el dinero en sí, sino construir una nueva cultura a través de la educación y la prensa. La lección es que incluso para los más radicales, la revolución no era solo destruir, sino, y quizás principalmente, construir.

Conclusión: El Homenaje de la Memoria Crítica

Las vidas de estos "arcángeles herejes" nos ofrecen una visión de la revolución mucho más compleja y rica que el mito del héroe perfecto. Sus historias, rescatadas por Paco Ignacio Taibo II, nos enseñan que la transformación social se nutre de actos morales al borde de la locura, de gestos simbólicos, de una audacia que desafía la doctrina y, sobre todo, de una "maravillosa terquedad" que se niega a claudicar incluso en la derrota.

Son personajes que nos recuerdan que la izquierda es un territorio amplio, diverso y a menudo contradictorio, unido no tanto por la pureza ideológica como por la fidelidad al intento de cambiar el mundo. Su legado no pide monumentos ni cultos, sino algo más valioso. Como reflexiona el propio Taibo II: "No hay más homenaje que el recuerdo, no hay más culto real que la memoria crítica; no hay más amor que la complicidad en sus obsesiones".

En un mundo que exige certezas y resultados inmediatos, ¿Qué podemos aprender de la obstinada fe de quienes, como dice el autor, llevan "un mundo nuevo en sus corazones" incluso en medio de la derrota?

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